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Siempre que dedicamos tiempo  a la oración, sentimos que la bendición de Dios reposa sobre nosotros. En el silencio, se nos abre una puerta hacia lo interior, donde acontecen esos diálogos tan íntimos entre el Señor y cada uno de nosotros que purifican nuestra mente y corazón de tantos pensamientos y sentimientos que quizás sin darnos cuenta embrutecen nuestros sentidos y nos hacen menos humanos, nos despersonalizan.

Cuando atendemos con sinceridad a las palabras de Jesús y a las inspiraciones que vienen del Espíritu nos encontramos con nuestra verdad con mayor serenidad y, a pesar de tantos juicios y exigencias, nos miramos con la misma ternura y compasión que encontramos en los ojos de Jesús.

Cada vez que nuestros niños se dejan acompañar por el silencio, la escucha, la Palabra de Jesús… se encuentran con el Dios que habita en su corazón. Él  renueva la seguridad y confianza de quien se siente conocido, respetado, acogido y amado por Jesús. Este decir bien, decir con amor de nuestra vida; este dejarnos acompañar por el Nombre de Jesús que en su invocación continua nos trae consuelo, alegría, esperanza y unidad, es la bendición que Dios promete a los niños de corazón: “Abrazaba a los niños y los bendecía, poniendo las manos sobre ellos” (Mc 10,16)

Me quedo en silencio. Sé que Jesús, el Hijo de Dios está aquí. Él me mira, me acompaña, me bendice. Pido al Espíritu que me conceda un corazón abierto a la Verdad y a la confianza, porque de su corazón sólo brota compasión. Quiero acoger la bendición que el Padre ha pensado para mí en su designio de amor desde la fundación del mundo.

Le invoco con fe y amor:

Ven, Señor Jesús…Ven, Señor Jesús.

A ti, Señor, levanto mi alma.

Escúchame, atiéndeme, en ti confío.

 

Estás aquí, Señor, puedo sentir,

tu presencia entre nosotros,

Señor, Tú estás aquí

 

Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la BENDICIÓN, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”, leemos en el Evangelio (Mc 14,22)

La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios ha querido comunicarse con la humanidad, con cada uno de nosotros. Él nos ha creado, nos llama a un diálogo de amor con Él, en el que paulatinamente nos desvela la bondad y misericordia que, a pesar de nuestras oscuridades, ha inspirado cada circunstancia de nuestra vida. Él quiere comulgar con nosotros, acompañar tantos desiertos en los que nos sentimos asfixiados por un hambre de eternidad que no sacian los proyectos e ilusiones en los que ponemos nuestra confianza.

En cada Eucaristía, la bendición de Dios nos llega por canales muy del día a  día: la presencia de los hermanos, icono de la pluralidad y riqueza que sólo en Dios tiene su fuente; la Palabra de Dios que en su humanidad se transforma en don que sana el corazón; el pan y el vino que en su sencillez nos entregan el mismo ser de Dios.

La bendición del Padre hace algo realmente hermoso: en un pedacito muy pequeño de pan, el Hijo de Dios, abandonando su realeza divina, se abaja hasta mi pequeño y pobre corazón, y allí se dona del todo, sin condiciones. Entonces la misma vida de Dios me revitaliza, me renueva, me devuelve el buen ánimo. Soy capaz de ofrecerle a Jesús lo que soy y lo que tengo, mirar a mis hermanos y comprender que el mismo don que Jesús Eucaristía me entrega a mi, se lo ofrece a los hermanos, dejando que la fraternidad del Pan Vivo bajado del cielo germine en la nueva familia de Dios.

Da tristeza ver con qué facilidad se maldice, se desprecia, se condena, se manipula a los más débiles. A menudo, por desgracia, el que grita con más fuerza, el que condena y excluye para protegerse, hiere y fractura la comunidad. Ante Jesús pan humilde que bajado del cielo, “contiene en sí todo deleite”, aprendemos a mirarnos con misericordia, a bendecir lo que somos, lo que hemos recibido, los pequeños que el Señor nos ha confiado.

En nuestras obras educativas, muchos niños hambrientos de atención y cariño, nos miran, nos buscan, nos llaman. Ellos nos necesitan. Si miro en mis alforjas, mis mendrugos de pan están ya duros, viejos, desgastados. Pero si yo los ofrezco junto al pan y el vino de la Eucaristía, Él los parte y, enternecidos por la bondad de su gracia, su sabor colma el hambre de cada pequeño que nos sale al encuentro.

Jesús, Pan de Vida, te acompaña, te guía, te bendice. Él quiere encontrar tu corazón abierto. El desea comulgar contigo, compartir las luces y sombras de cada día. Aún cuando la adversidad ahogue tu esperanza, Él te llama por tu nombre, te mira, te respeta, te conoce, se te ofrece en el pequeño pan de la Eucaristía.

Ahora es tiempo para el silencio, la quietud, la serenidad; para agradecer la bendición que el Padre te ha entregado, sus Palabras que te levantan el ánimo; la comunión de sentimiento y pensamiento con Dios: Él se te entrega y tú le agradeces y le ofreces tu amor, tu corazón.

Le invocamos:

Jesús, Gracias por tu amor.

Jesús, Pan vivo que me das vida.

Jesús, me entrego a ti.

Jesús, me ofrezco a ti.

Jesús, Hijo del Dios vivo

 

Te adoro

en mi corazón,

en mi vida,

en la Eucaristía

 

Te amo Jesús, mi amigo.

Soy todo tuyo