Seleccionar página

 

Ven, Espíritu Santo,

llena los corazones de tus fieles,

y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra.

 

Con este clamor, toda comunidad escolapia comienza su jornada, invocando el don Pascual por excelencia. Cuando amanece, se disipa la oscuridad de la noche. Cuando el Espíritu divino encuentra acogida en nuestro corazón, su presencia renueva nuestra confianza y esperanza.

Cada mañana el Espíritu educador nos enseña a mirar el corazón de cada niño, de cada joven como esa tierra buena que se nos encomienda para escuchar allí el susurro del espíritu que nos sugiere “cultivar en esas plantas tiernas y fáciles de enderezar que son los muchachos un remedio eficaz, preventivo y curativo del mal, inductor e iluminador para el bien”, como nos dejó escrito san José de Calasanz.  (Memorial Tonti 19.9)

Ha llegado la hora del Espíritu, de la santidad en nuestra humanidad; de la unidad en la diversidad, del testimonio arraigado en el corazón de Cristo; del triunfo del amor sobre el egoísmo y el pecado.

Necesitamos del Espíritu. Él siempre permanece en nosotros. Espera que le invoquemos. Como un niño pequeño que apenas sabe decir papá, así me encuentro en tu presencia. Son tantas las circunstancias que me aturden. Quiero sentirme niño pequeño porque sé que entonces me cogerás de la mano, me guiarás. No sé qué decirte, cómo hacerlo, pero nombrarte, llamarte, me pacifica, me consuela, me devuelve la confianza.

Guardo silencio. Le invoco con amor:

 

Ven, Espíritu Santo… Ven, espíritu Santo.

Háblame… Te escucho.

Ilumíname.

Guíame.

Ábreme a tu presencia.

 

Espíritu Santo, me vuelvo hacia ti,

te llamo y te invoco. Ven, y habita en mi corazón.

 

“Si alguien tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí, de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38), nos dice Jesús en el Evangelio. Es el río de agua viva del Espíritu Santo, que brota del seno de Jesús, de su costado atravesado por la lanza del soldado. El Espíritu brota del corazón misericordioso del Resucitado. Si nos vaciamos de nuestros subjetivismos y recogemos agradecidos la Nueva Vida que mana de la Eucaristía, Él sacia nuestra sed; nos trasformamos también en fuentes de misericordia que se derraman en gestos de humanidad, de ternura, de acogida, de bendición, que son tan necesarios en nuestras comunidades y obras educativas.

En algunas ocasiones, podemos sentir que nuestros esfuerzos por sanar las heridas de nuestros niños, de promover aprendizajes para dar respuestas a los desafíos del mañana, son proyectos nuestros, que nos ilusionan al servicio de un “yo” que tiende a engrandecerse, en el que dejamos de escuchar a los otros y Dios ocupa un lugar cada vez menos significativo. Abandonados a nosotros mismos, acabamos perdiendo el horizonte; llegamos a convencernos de que todo lo controlamos.

Sin embargo, en el momento y la forma que menos nos esperamos, el Espíritu de Dios irrumpe en los acontecimientos, desbarata los proyectos, perdemos seguridades, sentimos la debilidad, la confusión, el miedo.

Pentecostés es la primacía de Dios, del Espíritu que nos hace enmudecer ante lo imprevisible de los modos y maneras de Dios. Cuando buscamos la grandeza, Él nos espera en la humildad de lo pequeño; cuando nos sentimos firmes en nuestros proyectos, Él aparece en la debilidad que confía; cuando nos aferramos a nuestros discursos, Él suscita diferentes lenguajes a armonizar en la escucha del Espíritu que clama en nuestros corazones.

El Espíritu de Dios nunca se agota. Vence resistencias, ensancha corazones estrechos; empuja a quien se acomoda en las rutinas; provoca sueños e ilusiones al que cae en la tibieza. El Espíritu renueva el corazón, nos ayuda a caminar en la esperanza; no quita los problemas, pero nos hace fuertes para afrontarlos; no revoluciona conductas, sino corazones. En la oración, nos habla en nuestra intimidad, inspira nuestros mejores sentimientos y deseos, en el recogimiento ilumina nuestra inteligencia, nos sugiere cómo encarnar las actitudes de Jesús en las decisiones de la vida.

El Espíritu te visita. Quiere encontrar abierta tu puerta, hablarte de corazón a corazón, como un amigo habla con su amigo, en el gozo de compartir tiempo, diálogos y sentimientos. María le acogió y la trasformó en la Madre de Dios. Calasanz, en unos niños empobrecidos por las contrariedades de la vida, escuchó la llamada del Espíritu. El Espíritu también te dirige muchos mensajes a través de personas, acontecimientos… Para escucharlo, necesitas tiempo, silencio, quietud, serenidad. Con la inocencia y confianza de un niño, puedes acogerlo, dialogar con Él, hablarle de tus gentes, tus tareas, tus sueños e ilusiones, tus preocupaciones.

¡Qué bonito y urgente es dejarnos guiar por Él!

Le invocamos:

Ven, Espíritu Santo… Ven, Espíritu Santo.

Ven, Dulce Huésped del alma.

Ven, descanso de nuestro esfuerzo.

 

Ven; gozo que enjuga las lágrimas.

Ven, entra hasta el fondo del alma.

Sana el corazón enfermo.

Danos tu gozo eterno.

 

Ven, Espíritu Santo,

llena mi corazón con tu amor.

recuérdame tus palabras,

edúcame en tu amor.

 

Consuélame en la tristeza,

fortaléceme en la debilidad,

protégeme en los peligros.