La fiesta de la Ascensión nos anuncia que el tiempo de la Pascua llega a su término. Han sido días muy intensos de encuentro con el Resucitado. Hemos escuchado sus palabras, le hemos reconocido en el pan partido, nos ha contagiado la alegría y la paz que trasmite a la humanidad.
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, mientras el Padre lo lleva a su intimidad divina para siempre.
Jesús nos envía a proclamar el Evangelio a toda criatura ¿Cómo callar la experiencia vivida en esta Pascua? ¿Cómo no derramar la compasión y bondad que hemos recogido en el corazón? Es tan grande la decepción y tristeza en este tiempo, que nos sentimos limitados para contar a nuestras gentes, a nuestros niños y jóvenes, cómo ardía nuestros corazones al escuchar sus palabras, al verle partir para nosotros el pan.
En la oración, encontramos fortaleza para nuestra misión: Espíritu Santo, ven, ayúdame a ser testigo de tu amor, a proclamar el Evangelio con mis palabras y con mis silencios, con mis acciones y mis actitudes, mis miradas y mis gestos.
Entro en mi corazón. Es la morada del Espíritu Santo; Él es huésped del alma, luz en el intelecto, fortaleza en la voluntad. Guardo silencio ¿Qué sentimientos me surgen en la presencia de Dios? Él escucha siempre mis pensamientos, sentimientos y mis deseos más profundos. Espero pacientemente que me serene, sentir su presencia. Le dedico un poco de mi tiempo.
Le invoco con fe y amor:
Ven, Espíritu Santo… Ven, Espíritu Santo.
Espíritu Santo, te llamo… Espíritu Santo, visítame.
Te busco, Señor. No me escondas tu rostro.
Espíritu Santo, hazme testigo de tu amor
En la Ascensión, con la cercanía de Cristo en la intimidad de Dios, intuimos que “adonde ya se ha adelantado gloriosamente Cristo, nuestra Cabeza, esperamos llegar también nosotros los miembros de su Cuerpo” (Oración colecta Eucaristía). El cielo no indica un lugar lejano más allá de las estrellas, sino algo muy hermoso: Dios acoge para siempre a Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre.
Cuando escuchamos la Palabra de Jesús, cuando participamos en la Eucaristía, cuando nos recogemos en nuestro interior y compartimos con Él nuestros gozos y esperanzas, nuestras tristezas y angustias (GS1), entonces entramos en un diálogo de amor y vida con Él, que culminará en una comunión plena de voluntades y deseos. Él nos visita con su Palabra; en las oscuridades de nuestro espíritu ilumina las huellas de su presencia. Cada vez que recibimos su Cuerpo en la Eucaristía, su alegría nos restaura el buen ánimo. En el peligro, nos ofrece protección; en la soledad, nos acompaña; en la debilidad, nos fortalece; en el dolor, nos consuela. Casi sin darnos cuenta, le dejamos el protagonismo de nuestra vida, acudimos a Él ante cada nuevo desafío. Él, nuestro Buen Pastor, nos lleva a la hondura de una confianza que nos impulsa a dar testimonio.
Nuestra misión encuentra su razón de ser en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, que actúa por la gracia del Espíritu. Una comunidad, una presencia escolapia que ora lleva al corazón de Jesús las dificultades, los desafíos, las esperanzas de sus gentes, y en su oración esperan luz de Dios para que su vida y apostolado trasparente la inspiración que nos viene del cielo. Cuando dejamos de orar, porque la urgencia de las tareas invade nuestro tiempo, nos dejamos llevar por criterios de esta sociedad y perdemos eficacia apostólica.
“Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con María la Madre de Jesús” (Hch 1,14), nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Entre la Ascensión de Jesús y la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, María y los primeros discípulos, se reunieron para orar, para recibir juntos el don del Espíritu, sin el cual no se puede ser testigo. La Madre acompaña siempre a la comunidad que se dirige a Dios, no sólo en la necesidad y no solo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel con “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32).
Cuando leemos las cartas de san José de Calasanz, entre las muchas indicaciones que ofrece para resolver las cuestiones que se le plantean, intuimos una presencia de Dios, que le guía y le inspira para referirlo todo a la voluntad del Padre. Ésta es la bendición que con tanta frecuencia implora en sus escritos: el Señor nos bendiga a todos.
María y los primeros Apóstoles nos acercan a la vitalidad de la primera Iglesia. Su primera labor fue esperar la venida del Espíritu en oración. Ahora nos imaginamos a aquel grupo reunido compartiendo recuerdos, experiencias, palabras. Como ellos, recuerdo alguna Palabra, meditación, o experiencia de esta Pascua que me han dado vida y luz en mi ser y obrar. Guardo silencio. Sin prisa la repito, la releo, la recuerdo. Dejo que mis sentimientos se expresen ante Dios. Le dedico tiempo. Sencillamente, le invoco:
Ven, Señor Jesús.
Gracias por tu Vida.
Gracias por tu Resurrección.
Buen Pastor, guíame.
Tú, la Vid verdadera
quiero permanecer en Ti,
quiero Amar en Ti.
quiero seguirte a Ti.