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“Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14) fue el canto que los ángeles entonaron en aquella fría noche en que la Virgen María dio a luz al Salvador de los hombres.

Los pastores fueron a Belén a toda prisa y encontraron a María, a José y al Niño acostado en el pesebre. La Navidad, el nacimiento del Niño Dios nos resulta próximo, entrañable, comprensible. Junto a nuestros niños nos acercamos al nacimiento, le amamos, sentimos la intimidad de la gruta de Belén, el recogimiento de María y José, el asombro de los pastores y el gozo de los ángeles. Allí, comprendemos que para conocerle y amarle se necesita una mirada de niño, un corazón de niño, la mirada de Dios. Sólo así podremos reconocer también en sus manos rasgadas por los clavos de la cruz, las huellas de la resurrección.

“Cristo ha resucitado de entre los muertos; con su muerte ha vencido a la muerte y a los que estaban en los sepulcros ha dado la vida” es el tropario que ininterrumpidamente entonan aquellos que, en la tiniebla y oscuridad de una existencia sin Dios, han encontrado la nueva Vida que Cristo viene a anunciar a los que nos sentimos abrumados por las tristezas, los fracasos de la vida, las ilusiones frustradas…

Jesús Resucitado viene hoy a nuestro corazón. Nos visita, nos ofrece su paz, su alegría, su esperanza. Abramos de par en par las puertas de nuestros corazones al Rey de la gloria y Señor de la Vida.

Guardamos silencio. Atendemos nuestra respiración. Queremos dedicar un poco de tiempo a escucharle, acoger su mirada pascual, ser testigos de su amor.

 

Le invocamos:

Ven, Señor Jesús… Ven, Señor Jesús…

Jesús, visítame…Jesús visítame…

Jesús, confío en ti…

Jesús, hazme testigo de tu amor…

 

Cuando los pastores recibieron el anuncio del ángel, fueron y vieron un recién nacido. Era algo tangible, palpable. Cuando escuchamos el anuncio de la resurrección, nos encontramos ante una experiencia difícil de explicar con nuestra inteligencia. Si Dios no nos hace testigos, nuestras palabras resultan huecas, vacías.

En el camino que compartimos con nuestros niños en la Oración Continua, la invocación amorosa del Nombre de Jesús va dejando en su espíritu la paz y la alegría propia del Resucitado. Jesús, en el silencio y la quietud de la oración, ofrece su presencia, que en su ternura nos acoge, nos abraza, nos sostiene. Él viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad de quien no nos domina, ni nos sofoca, sino que nos conoce en nuestros miedos y fragilidades. El Señor Jesús nos respeta en nuestra identidad. Nos anuncia: “Mirad mis manos y mis pies. Soy yo en persona.” (Lc 24,39). Él nos llama por nuestro nombre. Entonces comprendemos que, para Él, no somos uno más. Cristo Resucitado nos conoce, nos ama, nos comprende, sana nuestras heridas, nos impulsa a amar dando nuestra vida por Él y por los hermanos.

Cristo Resucitado va convirtiéndose en fundamento, roca para nuestra vida. Su presencia, en cada uno de nosotros, relativiza nuestras diversidades exteriores, y engendra un corazón compasivo del que brota el amor a los demás en un mismo Espíritu, y la oración de intercesión de unos por otros.

Acoger a Jesús Resucitado es dejar que la luz de Dios entre en nosotros. ¡Con qué facilidad las dificultades de la vida, los juicios y condenas interiorizados nos oscurecen y desorientan! Pero cuando el nuevo Sol de Justicia entra en nuestros corazones, estalla una LUZ que restaura la confianza y la dignidad de hijos amados por el Padre.  Él nos regala una mirada nueva hacia los hermanos capaz de escuchar, acoger, perdonar. Entonces, nos fascina su Palabra, “lámpara para nuestros pasos” (Sal 119, 105) que nos educa en la Verdad, nos mueve a elegir siempre el bien y nos lleva siempre hacia el Amor, auténtica sabiduría.

Jesús Resucitado es el rostro visible de Dios. En su encarnación, se ha unido con todo hombre. En su Resurrección, visita tu corazón, te entrega su Espíritu. Ahora viene a ti. Él vive en ti. Con la presencia y ayuda del Espíritu, aún en las dificultades, puedo clamar: ¡Abbá Padre! (Rm 8,15)

Entro en el silencio de mi espíritu. Quizás me sienta turbado, preocupado, cansado. Muchos mensajes me inquietan. Dejo que el silencio acalle mis voces interiores. Atiendo mi respiración. Sé que existo porque Dios Padre pensó en mí, me amó infinitamente y me creó así, como soy, con mis virtudes y limitaciones. Creo que Jesús es Vida y Salvación. El Espíritu Santo es la Luz y la Verdad que me guía.

Me presento ante el icono que preside nuestra entrada. Es Cristo Resucitado que se abaja a todo pecado y debilidad, y vence, para rescatarnos en la vida nueva de la Pascua. Si me es posible, enciendo una pequeña luz (vela, candil…), la mira con atención. Invoco a Jesús:

 

Jesús… Jesús… Jesús…

Jesús, Tú has Resucitado.

Jesús, Tú me rescatas de mi pecado.

Jesús, Tú estás aquí…

Jesús, Tú eres Vida eterna… Vivifícame.

Jesús, Tú eres mi Salvador… sálvame.

Jesús, Tú eres mi LUZ…  Ilumíname.

Jesús, Tú eres Palabra Viva… Quiero escucharte.

Jesús, Tú estás aquí…