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Si la fe pierde su capacidad de sorprenderse se queda sorda, ya no siente la maravilla de la gracia, ya no experimenta el gusto del pan de vida y de la Palabra, ya no percibe la belleza de los hermanos y el don de la creación, nos decía el Papa Francisco en el Domingo de Ramos.

En Belén, nuestros niños, junto a los pastores y los magos, quedan asombrados ante el Misterio del amor de Dios, encarnado en la sencillez y pobreza del recién nacido. Con los años, las costumbres sociales, los fracasos de la vida, pueden ahogar aquel estupor en la superficialidad de las normas.

En el cenáculo, la revelación de Dios alcanza su plenitud en el abajamiento del Hijo amado del Padre, hasta los pies heridos y manchados de tantos pequeños en los márgenes de la vida; también los tuyos y los míos.

En esta semana Santa, levantemos nuestra mirada hacia la cruz, para recibir la gracia del estupor, nos recomienda el Papa Francisco. Levantar la mirada encorvada desde un corazón pendiente de sí mismo hacia la cruz, sólo será posible, para quien se abre al don del Espíritu. Él nos da la gracia del asombro. La grandeza de la vida no está en tener o estar por encima de los demás, sino en descubrir en mis heridas, la belleza de un amor sin límites.

Jesús hoy nos llama e invita a su mesa, para compartir, en la intimidad del encuentro, su Palabra viva, su pan partido y su copa derramada. Aun cuando sintamos que en viento y en nada nos hemos desgastado (Is 49,4), Jesús nos custodia, nos cuida. Él nos protege de quien acusa con mentira. Él es la Verdad.

Guardamos silencio. Sentimos nuestra respiración.

Le invocamos:

Ven, Señor Jesús… Ven, Señor Jesús…

Aquí estoy… en tu presencia…

Lléname de tu amor

Dios nos ama hasta el extremo. Él piensa en cada persona con un amor infinito, pero es fácil que las contrariedades de la vida endurezcan nuestro corazón. Desde el nacimiento, las faltas de amor y cariño van dañando e hiriendo la dignidad de muchas personas, expuestas a la barbarie de quien las utiliza en beneficio propio.

Jesús nos invita a su mesa. Él se desprende de sus vestiduras regias y se viste con ropas de esclavo. Desciende hasta nosotros, se arrodilla como un esclavo, lava como siervo nuestros pies sucios, y los unge con el perfume de su consuelo y misericordia. Su grandeza se derrama en la pequeñez de lo mío: mis temores, mis fracasos, mis faltas de amor… Su amor purifica los juicios que condenan y restaura la dignidad de hijos amados del Padre. Así, sentados a su mesa de la fraternidad redimida, Jesús mismo, como el que sirve, sana las heridas de nuestro corazón.

Pero a la mesa, no todos se dejan limpiar por Jesús. Como Judas, siempre está quien rechaza su amor y se aferra al poder y al éxito en la soberbia que se cierra a la bondad del Padre. Ante la propia fragilidad, el miedo utiliza y manipula al otro, en la mentira que nos aleja de la ternura y la compasión de Dios.

Su donación sin medida es un abajamiento hacia los demás por amor. Es hacerse pequeño. Pobre con los pobres y niño con los niños. Él teme que nos perdamos. Para orientarnos pone ante nuestros ojos la cruz de su Hijo. En silencio, nos educa en la Verdad de Dios que asume todo lo humano. Si miramos sus heridas, reconoceremos las nuestras. Abre de par en par sus brazos. Si las besamos, entenderemos que, en los sufrimientos más dolorosos de la vida, Dios nos espera con su misericordia más infinita. Porque cuando nos humillan, cuando nos hieren, cuando somos despreciados, Él viene a nuestro encuentro. Él siempre reclama nuestra atención para volver a encontrar la alegría de ser amados.

Jesús tú me invitas a tu mesa. me ofreces tu palabra, tu amistad, tu pan partido, tu alegría. Te abajas hasta mis pies para lavarlos y besarlos. tus heridas, me curan. Tu presencia y tu amor, me serena y pacifica. Tú me acoges con bondad y yo me alegro agradecido.

Dejo un espacio al silencio, en el encuentro sosegado. Siento mi respiración. Creo que estás aquí, en mi interior. Abro mi alma al Espíritu Santo, Dulce Huésped del alma. Cierro mis ojos. Me represento ante Jesús, abajado a mis pies o humillado en la cruz.

Sólo con Él, le miro, le invoco:

 

Jesús… Jesús…

Tú eres mi maestro y mi Señor…

Tú siempre estás muy cerca de mí…

 

Jesús, tú me amas mucho…

Tú te abajas hasta mis pies…

 

Jesús, tus heridas me curan.

 

Jesús, quiero amar como tú

abajándome a los pies

de los últimos…

de tus pequeños.

 

CANTO: Jesús mi Maestro y Señor, enséñame a amar y servir como Tú.