“La Cuaresma, como camino de conversión y oración, nos ayuda a reconsiderar la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre”, nos dice el Papa Francisco en su mensaje de cuaresma.
En estos días, hemos escuchado la Palabra de Dios, en el recogimiento y silencio de la oración; hemos entrado en la profundidad del corazón. La gracia del Espíritu ha iluminado aquellos ídolos que nos despersonalizan y oscurecen la presencia del Dios vivo, en el rostro de tantos hermanos nuestros descartados en las orillas de la vida.
En este itinerario hacia la Pascua, nuestro corazón ha aprendido de nuevo que la mejor actitud ante nuestro Dios es el arrepentimiento y la contrición. Cuando nos presentamos ante Él, con un corazón quebrantado y humillado, las entrañas misericordiosas del Crucificado sacian nuestra sed de compasión y perdón. Así, peregrinamos hacia la Pascua de la auténtica fraternidad.
Por todo ello, hoy sentimos un agradecimiento que se expresa en la alabanza de tantos niños que cantan jubilosos a Jesús por ser el Dios que haciéndose carne, comparte nuestra vida con sus logros y dificultades.
También nosotros, junto a tantos niños, queremos hoy acoger a Jesús que llama a la puerta de nuestro corazón. Él sabe bien que ahora formamos una piña con Él, pero cuando se insinúe la silueta de la cruz, huiremos y nos dispersaremos hasta reencontrarnos con Él en la Resurrección.
Guardamos silencio. Dejamos nuestras preocupaciones. Centramos nuestra atención en nuestra respiración.
Le invocamos:
Ven, Señor Jesús… Ven, Señor Jesús
Jesús escúchame… Jesús atiende mi plegaria
Jesús, enséñame a orar… Jesús, enséñame a orar
CANTO: Dichoso quien sabe orar en espíritu y verdad.
Cuando a las puertas de Jerusalén, Jesús montó en un borrico, los peregrinos que le acompañaban confirmaron una alegre certeza: Él es el Hijo de David. Entonces, le aclamaron jubilosos:
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito el rey que llega!
Al final de nuestro camino cuaresmal, nuestros ojos fijan su mirada en Jesús, nuestro Rey, que viene cabalgando sobre un pollino, como si de un trono real se tratara. Zacarías el profeta, ya había anunciado:
“…He aquí que tu rey viene a ti,
humilde y montado en un pollino,
cría de asno”. (Zac 9,9)
Jesús, despojado de riquezas, acompañado de unos niños y unos pocos discípulos nos conduce a la puerta estrecha de su Reino. Los poderosos de la ciudad, le miran aturdidos y confusos. Su corazón engreído oscurece su mirada. No viene a lomos de un fuerte caballo para dominar sobre las naciones. Él llega falto de bienes materiales y pobre de la avidez, la codicia y el afán de posesión que corrompe el corazón, incluso de los necesitados. Jesús no proclama una nueva repartición de bienes, sino la bienaventuranza de los pobres de espíritu. Al entrar en Jerusalén, golpea el corazón duro de los soberbios, pero cura y purifica el alma de los humildes. Porque sólo los limpios de corazón pueden reconocerle.
Con corazón de niño podemos acompañar a Jesús en su entrada en Jerusalén. De los que son como los niños es su Reino. Los pequeños acogen la presencia de Dios en su interior, recogen su amor paciente y serenamente, dedican tiempo a estar con Él, compartir su amistad, guardar sus palabras, amarle y adorarle en espíritu y verdad. Se dejan llevar por Él.
San José de Calasanz dejó escrito en sus constituciones: “adoptan una actitud grata a Dios dejándose llevar y traer por su Providencia a través de los Superiores; como el borriquillo aquel que Cristo cabalgaba el día de Ramos, que se dejaba conducir y encaminar a todas partes” (108).
Al final de esta Cuaresma, dejarse conducir con un corazón dócil es la sabiduría del buen amigo de Jesús. ¡Con qué facilidad nos aferramos a las riendas de “nuestro borriquillo” para dirigir su camino! Entrar con Jesús en Jerusalén es dejar que Él, y no nosotros, nos encamine a donde quizás no queramos marchar.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
En Jesús, reconocemos al que viene y nos trae la presencia de Dios. Él viene en la Palabra meditada y orada, en la Eucaristía celebrada en comunidad, en cada persona que nos sale al encuentro, en tantos acontecimientos de la vida… Pero Él viene sin ruido, sin bullicio ni algarabía, susurrándome al oído: Sí, soy yo, el Hijo de Dios, traigo paz a tu vida, a tu corazón.
Jesús, el Amado del Padre, me ama, me acompaña. Conoce mis preocupaciones. Quiere que le acompañe en su entrada a Jerusalén. Allí me espera en la intimidad de la cena compartida, en el dolor de la cruz y en el gozo de la Resurrección. Guardo silencio. Dejo que el Espíritu me inspire. Atiendo mi respiración, en esa cadencia que me serena por dentro. Cierro mis ojos. Me represento a Jesús, a lomos de aquel borriquillo, junto a los niños y a sus discípulos. Me veo allí, junto a ellos. Le aclamo:
Jesús… Jesús… Jesús
Tú eres mi Rey…Tú eres mi Señor…. Tú eres mi vida
Tú eres el Bendito del Padre
Jesús, llévame contigo…
Jesús invítame a tu mesa.
Jesús quiero acompañarte en la cruz.
Quiero verte Resucitado.
Jesús, yo te amo…
Jesús, quiero ser tu amigo…
Canto: Jesús, quiero ser tu amigo.