En el tiempo de Pascua, la novedad de la Resurrección quiere llegar a nuestras ocupaciones de cada día. La paz y la alegría del Resucitado se encarnan en nuestra vida cotidiana, en nuestras familias, en nuestras presencias escolapias, revitalizando el buen ánimo del encuentro con el Resucitado.
En Galilea aprendemos que podemos encontrar a Cristo resucitado en los rostros de nuestros hermanos, en el entusiasmo de los que sueñan y en la resignación de los que están desanimados, en las sonrisas de los que se alegran y en las lágrimas de los que sufren, sobre todo en los pobres y en los marginados”, nos ha dicho el papa Francisco en el día de Pascua.
Hoy es domingo, día para vivir nuestra amistad con Jesús, para mantener un encuentro más cuidado y pausado con Él, día para participar en la Eucaristía con la comunidad, para recoger en la intimidad de la comunión el regalo más precioso: el amor y cariño de Dios, y así derramarnos dando vida a los hermanos.
La oración necesita tiempo, un ambiente de intimidad, soledad, ausencia de ruidos exteriores e interiores. Cuando entro en mi propio corazón, realizo un bello descubrimiento: que estoy habitado, que Él me espera, que la mesa está servida y nos parte su pan de Vida eterna. Entra ahora en tu interior, cierra la puerta a las distracciones.
Con cariño le invocamos:
Ven, Señor Jesús… Ven, Señor Jesús.
Te invoco Jesús, respóndeme.
Jesús, envíame tu Espíritu.
Jesús, quiero recogerme contigo.
Cuando sentimos las heridas que esta pandemia ha dejado en el corazón de nuestras familias y comunidades, es fácil que la queja y la amargura nos roben la paz del corazón. Como a aquellos discípulos ante el Resucitado, surgen dudas difíciles de acallar que nos ocultan la presencia y bondad de Dios.
Cada vez que compartimos vida con nuestros niños, que nos dejamos tocar por sus sentimientos más auténticos, ellos nos educan en actitudes que siempre nos disponen para acoger el amor y la misericordia de Dios: ante nuestros desánimos y fracasos, ellos siempre se ilusionan en un futuro lleno de oportunidades; ante nuestras dudas y suspicacias, ellos siempre se abandonan y confían en las personas que les cuidan y protegen; ante nuestros resentimientos, ellos siempre están dispuestos a perdonar y restablecer los lazos de la amistad.
Jesús hoy nos dice: “Como el Padre me ha amado así os he amado yo, permaneced en mi amor”. Ya no nos llama a permanecer en Él, sino a permanecer en su Amor. El Espíritu Santo es el gran don, la vida verdadera que existe entre el Padre y el Hijo. Ahora Dios nos lo envía, sopla entre nosotros, habita en nuestros corazones. Él es el maestro interior que nos recuerda que, en nuestra debilidad, en nuestra pequeñez, Dios habita y nos entrega su amor.
Cada vez que, junto con los niños, guardamos silencio, que dejamos que la quietud nos alcance el corazón, que invocamos su Nombre, nos llenamos de Dios. es algo muy simple y a la vez muy hermoso. Su amor es fuente de paz, esperanza, alegría. Nuestro ser se renueva y revitaliza porque Él nos acoge, nos respeta, nos llama sin imponerse, nos ofrece su amistad.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, nos dice Jesús. En ocasiones, pensamos que nuestros éxitos, nuestras cualidades, nuestras buenas obras merecen nuestra elección. Pero cuando nos acercamos a los pequeños y contemplamos su inocencia, su mirada limpia, su bondad… comprendemos que “si no tengo amor, nada soy” (1 Cor 13, 2).
“Vosotros sois mis amigos”, nos dice Jesús. Él nos mira, nos elige para hacerse amigo de cada uno de nosotros. Los niños dedican tiempo a jugar juntos, dialogar, encontrarse, compartir vida… Así, van compartiendo confidencias que fraguarán en una verdadera amistad. Sin tiempo compartido, no se encuentran amigos. Eso es lo que Jesús te ofrece: compartir su vida para que paulatinamente nos hagamos sus amigos. Él se presenta cercano, generoso, paciente, confiado. Él ha dado su vida por nosotros. Jesús no quiere quedarse lejos en la superficialidad de tu vida, sino que desea relacionarse contigo de corazón a corazón, y compartir sus secretos, aquello que su Padre le ha revelado para que tú asimiles su amor en la cruz, crezcas en la caridad y te asemejes cada vez más a Él.
Cuando crecemos en su amistad, Él nos ofrece el gran regalo de la Pascua: su alegría. Aun cuando la tristeza y el dolor nos amenace, la fiesta del encuentro y la amistad con el Resucitado es fuente de gozo incesante.
“No es amigo de Dios, quien no lo es de la oración”, nos dejó escrito San José de Calasanz. En la oración, él encontró al amigo verdadero que en la adversidad ofrecía fortaleza; en la soledad, consuelo; en el fracaso, esperanza.
Jesús Resucitado te ofrece su amistad. Ahora es un momento para dedicarle tiempo, dejarnos llenar de su gracia. Él espera tu respuesta a su amistad. Él te conoce, te ama, quiere dialogar contigo, sabe de tus cansancios, tus agobios, tus temores. Él se interesa por ti. No te deja solo, te acompaña. Te pide que le dediques un poco de tiempo, que olvides tantas exigencias y reclamos que te distraen. Guarda silencio. Él es el Amigo que habita en tu interior, escucha todos tus pensamientos. Déjate llevar por los sentimientos más auténticos. Háblale de tus cosas, tus tristezas y alegrías, tus deseos, tus proyectos, tu familia…
Invoca al Espíritu Santo:
Ven, Espíritu Santo.
Ven, Dulce huésped del alma.
Jesús, quiero ser tu amigo.
Jesús, háblame del Padre.
Jesús, lléname de tu amor.
Jesús, alegra mi corazón.
Jesús, me ofrezco a ti.
Y dejamos que el canto ore en nuestro interior.